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La movilidad eléctrica

Franz Rainer, WU Viena – 26/4/2023

Vehículos eléctricos ya hubo a finales del siglo XIX, en la fase pionera del automovilismo, junto a vehículos propulsados por gasolina e incluso por vapor. De estos últimos, dicho sea de paso, nos queda la palabra chofer, tomado del francés chauffeur, que originariamente designaba al fogonero que, en un vehículo de vapor, echaba carbón a la caldera. De esta contienda inicial por el mejor método de propulsión, salió victorioso el vehículo de gasolina (o diésel), esencialmente por su mayor alcance.

Al lado de su (todavía) elevado coste, el limitado alcance sigue siendo el mayor hándicap de los coches eléctricos en nuestros días, cuando el imperativo de reducir las inmisiones de CO2 para frenar el cambio climático ha conducido a los políticos a fomentar la movilidad eléctrica. Su uso está restringido todavía a las áreas con una red suficientemente densa de puntos de carga, es decir, esencialmente las grandes ciudades. Para los trayectos largos, hará falta instalar suficientes puntos de carga rápida en carreteras y autopistas. La transición a la movilidad eléctrica nos obligará además a adaptar nuestras redes eléctricas a las nuevas pautas de consumo de electricidad. Si todos recargaran sus coches eléctricos al mismo tiempo, la red se colapsaría.

La electromovilidad tiene la ventaja de reducir las inmisiones de CO2, así como nuestra dependencia de los países productores de petróleo. Pero al mismo tiempo, crea nuevas dependencias. El litio, por ejemplo, un elemento indispensable para la producción de baterías, está fuertemente concentrado en un par de países del mundo, entre los cuales destaca China, país que también tiene una posición dominante en el sector de los paneles solares, indispensables a su vez para aumentar la producción de electricidad limpia. Operar coches eléctricos con electricidad producida en plantas eléctricas de carbón no sería ecológico.

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